Divergencia

 

 

 


 

 

El ataúd de cedro brillante con incrustaciones y molduras de plata descendía lentamente sujeto por cuerdas que hábilmente los sepultureros dejaban deslizar por las palmas de sus manos rugosas, la vida de aquellos que su próximo destino era la oscuridad de la muerte.

En derredor el negro oscuro rodeaba al acto final. Se había ido un hombre joven que no había podido luchar con una enfermedad que desde niño lo había aquejado. Los pulmones incapaces de contener el aire que necesitaba para vivir se habían cerrado para siempre.

Su madre una noble dama se arrodilló llorando y nombrando a su hijo. Sus lágrimas mojaron las flores que tenía en las manos que cayeron portando el dolor de su pérdida. Su padre más resistente al dolor tomó a su esposa de los hombros y la abrazo con ternura. Junto a ellos, con el cuerpo rígido y la palidez que acompaña el desconsuelo y la pena estaba Amelia, la joven prometida del extinto, que en pocos meses se hubiera transformado en su es-posa.

Amelia estaba callada, pero había cumplido con el protocolo, respondiendo a los saludos de familiares y amigos. Tomó a su suegra del brazo y la condujo con paso cansino hacia el interior de la casa.

El silencio agobiaba, solo se escuchaba el fru fru de las polleras negras.

Amelia se encargó de disponer el servicio y cuando todo estaba en marcha, salió al parque a respirar el aire frío. Encontró sentado en un banco con vis-tas al lago a su cuñado, con la espalda encorvada. Colocó una mano sobre el hombro del hombre y se sentó a su lado.

Transcurrieron varios meses desde la muerte del que antaño fuera su prometido cuando Amelia volvió a saludar a la familia. Era primavera y el sol había teñido sus mejillas de un rosado intenso. Vestía un traje de color crema con graciosos volantes y una capelina muy simpática.

La visita fue amena y el manto dorado del sol dibujó un cuadro de alegría y dinamismo.

Estaba toda la familia reunida e incluso Antonio, su cuñado, al saber que Amelia visitaría la casa de sus padres, también concurrió.

Desde ese momento las visitas se hicieron frecuentes y los paseos estivales con Antonio eran una novedad que ambos disfrutaban,

Miradas lánguidas, rubores súbitos, dedos que se rozaban fueron los prime-ros síntomas del inicio de un nuevo noviazgo en la familia,

Compromiso que fue muy bien aceptado por todos. Su suegra se sentía feliz de que Amelia fuera parte del apellido. Eran muy amigas, compañeras y cómplices y al ver la felicidad en su hijo mayor le sirvió de consuelo para tanta desgracia vivida en el pasado.

La boda estuvo a la altura de un reino, Amelia con su espléndido traje de novia y una tiara de diamantes en su rubia cabeza semejaba a una princesa, acompañada del apuesto y fuerte Antonio, el hombre más bello y distinguido.

Más tarde el exultante matrimonio se retiró en su carruaje a su nuevo hogar.

Preparada para su noche de bodas con el hombre que amaba y deseaba, Amelia puso en práctica todo lo aprendido como los consejos de su madre y hermanas,

Antonio era un hombre irresistible y al que ella haría feliz.

El ritual de caricias, besos y susurros fue el inicio del ardor y la pasión con-tenidos, pero en un instante se esfumó. Antonio se tendió en la cama boca arriba pidiendo disculpas a su esposa, por un mareo que no le permitía estar en pie.

Amelia, comprensiva y asustada lo arropó y colocó en su frente unas compresas con esencias y sales. Pocos minutos más tarde su esposo estaba dormido.

Se acostó a su lado vigilando su respiración, hasta que el cansancio la venció.

En la madrugada la mano de Antonio recorría cada curva de su cuerpo, besaba sus hombros, para finalmente penetrarla con energía. Aunque el acto no finalizaba, sino que continuaba con más rudeza girándola boca abajo y penetrándola varias veces. Amelia le pedía que fuera más suave. Sufría y el dolor físico no le permitía gozar,

Todo cesó de pronto, Su cuerpo desnudo boca abajo, dolorida y exhausta.

El acto se repetía todas las noches, siempre a la misma hora:  las tres de la madrugada. Iniciaba el suplicio que era implacable.

Decidió que no podría continuar más esperando la agonía nocturna y decidió hablar con su esposo para aclarar su posición.

Cuando, en el desayuno le suplicó llorando que debía controlar sus impulsos, Antonio no la comprendía. Este le explicó que todas las noches sufría de mareos y fuertes jaquecas que le impedían estar acostado. Había decidido entonces dormir en una de las galerías donde el aire lo reconfortaba, hasta mejorar de su malestar.

El desconcierto de Antonio provocó un desequilibrio en él porque aún no había podido consumar el acto amatorio con su esposa.

Amelia desesperada corrió hacia el parque, fue a la caballeriza y montó su yegua. Galopó varias horas, alejándose de la casa.

Se detuvo en un risco que daba a un acantilado. El viento era fuerte y la presencia de una tormenta era inminente.

Escuchó que la llamaban por su nombre, giró sobre sus talones, sintiendo que la fuerza la abandonaba. Su prometido, aquel joven débil, enfermizo que tanto la había amado estaba frente a ella.

Estaba blanco y sus ojeras eran negras. Amelia se espantó. El joven se acercó y con voz quebrada le pidió que recordara aquella última noche que habían estado juntos, cuando ella lo había ido a visitar. Él estaba tendido en la cama y había extendió los brazos hacia adelante pidiéndole ayuda, porque no podía respirar. Estaba tan débil que no podía alcanzar las esencias de eucalipto y en un esfuerzo por cogerlas las había tirado. Con sangre en su boca emitía sonidos con su garganta para que se las diera. Ella lo había mirado fríamente y resuelta dio dos pasos hacia atrás. Él estaba se estaba ahogado y ella lo veía morir. Había visto como sus ojos se inyectaban en sangre y finalmente su pecho se había hundido.

Amelia recogió el frasco de sales del piso y lo colocó en la mesa de noche, luego lo acomodó sobre las almohadas y se retiró de la alcoba con prisa sin que nadie pudiera verla. Amelia no estaba dispuesta a pasar su vida cuidando a un lisiado.

Se acercó un poco más y Amelia gritó con desesperación. Él le confesó que todas las noches la visitaba y que había logrado hacer con ella lo que en vida le había sido negado. Le prometió que lo seguiría haciendo, ya que tomaba prestada la fuerza y la lívido de su hermano.

Amelia gritó con espanto retrocediendo cada vez más hasta que sus pies resbalaron en la roca. Cayó desde muy alto y sus gritos desgarradores los escuchó su esposo, en la casa.

El joven difunto quedó mirando como la mujer que tanto había amado desaparecía entre las rocas y el mar embravecido.

 

Claudia Lamata

 

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Piscis: sabiduría y confusión