Perdón - Relato
De haberme quedado esa noche en mi casa, ahora mi vida sería otra.
Caminaba inmerso en mis pensamientos, con las manos en los bolsillos sin rumbo fijo; la lluvia caía impune desde un cielo gris oscuro, cómplice de mis aterradores pensamientos.
Era otro hombre, diferente al del pasado, el de otra vida muy lejos en el tiempo. Me había convertido en un diablo, sí, un diablo con sed de venganza y sangre.
Al doblar la esquina me deslicé en la prematura noche invernal, y dejé que la ventisca y el granizo me arrastraran hacia aquel lugar, No puse resistencia a los sabios fenómenos de la naturaleza, me dejé arrastrar y fijé mi vista en aquel edificio al que la vida me empujaba.
El destino y mis deseos se unieron formando un ejército. El odio se dejó saborear en mi boca, y el nervio había puesto rígido mi cuerpo, todo, de pies a cabeza.
Entré en la biblioteca, dejando huellas de agua a cada paso que daba. Subí la escalera, con lentitud, permitiendo que la voz del infausto me envolviera y penetrara en mi alma. Así, así sería más fuerte y el odio tomaría dimensiones formidables. Me estaba alimentando con esa voz, con esa presencia que ya veía a lo lejos en tanto que avanzaba. Su humanidad era inmunda, pero me atraía. Deseaba tenerlo muy cerca.
Me senté en un sillón de madera acechándolo. La camarera con timidez me dejó una taza de café cerca de mí.
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:
–Se escapa como una rata, cricricri –chilló imitando al animal y riendo echando la cabeza hacia atrás.
De espaldas a él, esperé un nuevo ataque, pero solo escuché las risas y la burla cruel del cobarde que solo ataca cuando alguien lo ampara.
Sostuve mi posición unos instantes y sin siquiera enfrentarlo dije:
–Los ladrones nunca son felices con su botín –escuché un murmullo y pasos decididos que se acercaban.
–Y los incapaces nunca logran recuperar lo robado –gritó en mi oído.
Lo enfrenté temblando de furia, al que impunemente había plagiado mis escritos, los había ensuciado y estaba comercializando con lo más maravilloso que mi alma y mi mente durante años habían trabajado. ¡Qué daño peor se le puede infligir a una persona! Pero si es robarle el alma.
Las risas de sus secuaces inundaron el sagrado recinto donde yacían miles de obras escritas que estaban siendo testigos de una injusticia.
Mis oídos estallaron y mi mente colapsó, solo podía ver mis manos apretar con fuerza colosal el cuello de ese hombre. Ya no podía escuchar, ni ver, ni pensar, solo gozar con su asfixia, con la desesperación con la que su cuerpo se movía por no tener una gota de oxígeno. Pero una fuerza más poderosa me separó de su cuerpo casi inerte.
–Pídele perdón, pídeselo y devuélvele lo que es de él –gritó un hombre al que no podía visualizar debido a mi estado de conmoción.
Tambaleándose se acercó y poniéndose de rodillas pidió perdón llorando.
¿Dónde había quedado tanta arrogancia, dónde estaba escondida la soberbia?
Pues, solo quien tiene autoridad moral puede revertir las malas acciones, y ese era su propio padre, que al verme deambular bajo la lluvia y presumir mi camino, entendió; conocía la historia y conocía a su hijo mejor que nadie.
Con un apretón de manos me despidió y con una sabia sonrisa me consoló.
Finalmente mi libro se publicó y nunca más volvimos a vernos.
Claudia Lamata
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