Una visita al hogar - Relato de Claudia Lamata

 

 

 



Estaba regando las plantas del balcón, acomodando las ramas, arrancando las hojas amarillas; acomodando las camitas de mis cuatro gatos y barriendo el piso de pétalos muertos por la llegada del otoño.

Satisfecha por la prolijidad que había logrado, decidí recostarme en el sofá cuando para mi asombro me vi ya ocupándolo. Miré para todos lados con la intención de que alguien me explicara lo que estaba ocurriendo, como si alguna persona pudiera hacerlo, era absurda mi reacción ya que estaba sola en mi casa. Lo único cierto es que yo misma me miraba y me sonreía. Estaba yo conmigo en el living, aunque ya no sabía si era mi casa u otra casa o la casa de yo en otro lugar.

Éramos iguales pero la otra vestía diferente a mí. Tenía un traje apretado al cuerpo de color negro, botas negras y sinceramente estaba más compuesta que yo. Al menos estaba peinada…

Sin demora se paró frente a mí y sonriendo me invitó a que la siguiera. No me hablaba, me transmitía sus pensamientos ¿o los míos? No cuestioné su pedido y la seguí. Me condujo hasta el pasillo que comunica a los dormitorios y llegamos a la pared. No podíamos avanzar. Mi otra yo me sujetó fuerte de la mano y atravesamos la pintura, el cemento, los ladrillos y así de rápido, sin dolor ni presión, sin incomodidad alguna volábamos una junto a la otra.

El placer era infinito, parecía que nunca se escaparía esa bella sensación de libertad. Saltaba en el aire, giraba, planeaba y la otra, me miraba y sonreía. Nos deslizábamos por campos, montañas, glaciares. De pronto, no la vi y me inquieté, pero tampoco veía nada, hasta que comprendí que me había metido dentro de un gas blanco luminoso, es decir una nube.

Otra vez juntas apuntamos nuestros cuerpos hacia abajo y a una velocidad increíble descendimos, extendiendo los brazos hacia los costados al acercarnos al suelo.

Estábamos en una playa, el mar era de color oro, sí, dorado y brillante. La arena era blanca y el cielo era una arco iris gigante. Toque el agua espumosa que llegaba a la orilla, era dulce como la miel. Ahuequé la mano y bebí varias veces. Luego me zambullí en una ola y me dejé llevar por la marea, sin respirar. No necesitaba hacerlo, el agua tenía oxígeno. Fui hasta el fondo y me senté en las rocas doradas, en los bancos de corales; jugué con peces rojos, verdes, amarillos, negros.

Mi otra yo me esperaba pacientemente en la orilla. Salí del agua totalmente seca, pero a esas alturas ya nada me sorprendía.

—Sígueme —me dijo

Bordeamos una roca inmensa semejante a una enorme montaña, hasta que asomó la entrada irregular y oscura de una caverna.

—Espera ¿dónde me llevas? —pregunté con desconfianza.

—Voy a enseñarte donde vivimos, nuestra hogar —respondió con firmeza—

—Mi hogar no es este, mi casa es la que está allá, en realidad no sé dónde es allá, pero sí del otro lado, bueno, quiero decir en algún lugar —refuté confundida y con fastidio.

—No comprendes —Movió la cabeza y volvió a tomarme de la mano.

Estaba ciega, no veía nada, solo sentía la mano de la otra. Mis pies desnudos pisaban arena y pequeñas piedras puntiagudas, pero no me lastimaban. Caminamos un poco más y ante mí apareció el lugar más bello que vi en toda mi vida.

La caverna se ampliaba hacia arriba y hacia el fondo. La entrada estaba custodiada por dos colosos de mármol blanco y piedras doradas, con sus espadas y sus trajes de guerra. En el fondo iban apareciendo más estatuas, de hombres, mujeres, niños, ancianos. Era un templo gigante y majestuoso.

 De alguna parte caía una lluvia dorada, pero no se materializaba, se respiraba y generaba una atmósfera templada y placentera.

Mi otra yo, me guió hacia un portón lateral de piedra y se detuvo unos instantes frente a este. La puerta se abrió conduciéndonos a un enorme salón construido también de piedra, mármol y ónix. Había muchas mesas de trabajo, libros antiguos, papiros y muchos objetos de cobre, bronce, plata y oro. Estaba extasiada, con todo lo que descubría a cada paso. Las personas me saludaban con alegría y respeto.

Finalmente llegamos al fondo de ese gran lugar, continuaba un corredor seguido por un espacio abierto que daba al mar.

—Ahora dime que no recuerdas nada, atrévete a confirmar que esto es un sueño. Y si así lo hicieras no te creería. —Mi otra yo me dio la espalda— recuerda y te enterarás —continuó sin mirarme.

Una oleada de frío intenso sacudió todo mi cuerpo, perdí el equilibrio y caí al piso. Me sujeté de la robusta pata de una mesa de madera maciza. Me sentía mareada. De pronto sentí dos manos que me levantaban y me depositaban en un sillón.

Con dificultad fijé la vista en mi otra yo y la reconocí, y también recordé el lugar, y mi labor en esa geografía, que aún el nombre se negaba a aparecer en mi frágil memoria. La otra se arrodilló junto a mí.

—Tuve la necesidad de traerte a casa, solo un poco, para que no nos olvidaras. Somos iguales, somos parte de una misma alma. Así es nuestra naturaleza. Y si la tarea significa que debemos estar alejadas, así será, porque el trabajo para el universo es lo primero. Aunque eso no excluye la necesidad que tienen nuestras almas y nuestros cuerpos de volver, a veces, a su morada. Este regreso fugaz nos nutre, nos sana y nos revitaliza para los diferentes trabajos que debemos realizar —Su voz era la mía, su pensamiento era el mío, su rostro cansado era el mío. Sentí un profundo amor por todo aquello que era mío y me pertenecía.

—¿Cuántas hay como nosotras? —Pregunté emocionada —aún estoy confundida —expresé con cierto enojo.

—Solo dos que forman una inseparable, un núcleo que siente y piensa igual, pero que está ubicado en diferentes dimensiones, lugares, geografías o mundos. Nacemos de a pares —respondió con dulzura.

—Dime, dime ¿cómo voy a vivir con toda esta antigua y futura realidad? —susurré

—No lo recordarás, como yo no lo recuerdo cuando eres tú la que me trae —dijo con seriedad.

—Entiendo que así funciona cada vez que volvemos a este, nuestro hogar. Recuérdame qué lugar ocupo, por favor —dije levantándome del sillón y asomándome al mar.

—Eres un capitán y yo otro, pero la tarea a realizar fuera de estos muros es secreta en estos momentos para ambas. Es el Consejo de ancianos el que distribuye los trabajos aquí y afuera, y es secreto. Lo siento, pero nada puedo decir.

—Enloqueceríamos si recordáramos ¿no es así? —pregunté ladeando la cabeza hacia ella que cruzada de brazos se había puesto a mi lado.

—Así es —corroboró— Es tiempo de volver, ha sido breve, pero te has nutrido un poco, notaba tu debilidad y cansancio allá, del otro lado —dijo sonriendo.

Al volver sobres nuestros pasos, las personas que ya no eran desconocidas, me despidieron saludándome con calidez, deseándome un pronto regreso, Me hicieron saber que mi ausencia había dejado un lugar que nadie podía ocupar y que mi otra yo en breve también se iría. Otros capitanes quedaban, pero cada uno tenía una luz que formaba parte de La Gran Luz Dorada que todo lo abarcaba

Una anciana me ofreció un cuenco con un líquido espeso, dulce y reparador, oscuro como la miel dorada y refrescante como la menta.

Salimos a la playa dejando atrás la caverna. Mi otra yo me abrazó y yo a ella. Y prometimos cumplir con nuestra tarea, siempre.

—Ya sabes cómo irte — dijo retrocediendo unos pasos.

Sí, lo recordaba. Inhalé profundamente, dejé que el aire recorriera todo mi cuerpo y me elevé con lentitud primero y después con velocidad.

Me estaba sentando en el sillón, limpiar las plantas y el balcón, siempre me provocaba dolor de cintura. Aunque en ese momento no lo sentía. En cambio una sensación de paz me llevó a un sueño profundo.

Y así transcurrió mi vida. Ahora cierro el libro de reflexiones y lo guardo. Estoy a la espera de un nuevo trabajo. Hasta que el Consejo decida, voy a buscar a mi otra yo, quiero traerla para que descanse un poco.

 

Claudia Lamata

Comentarios

Entradas populares de este blog

Piscis: sabiduría y confusión