El Baile - relato
La familia tenía una marcada inclinación en celebrar fiestas y cenas de gala, circundadas por las luces que derramaban las majestuosas arañas de cristal. Rayos de luz tornasolados con prismas refulgentes que caían como espadas cósmicas sobre los bailarines, como si Baco y Zeus unidos en complicidad fomentaran el delirio del goce y el placer.
La más pequeña de tan exultante familia era la Niña Eloísa, una jovencita cuyo atractivo respondía más a su juventud que a la belleza. Heredaba de su familia el gusto por el brillo, la buena vida y la ignorancia de un mundo que se sostenía detrás de las puertas de la casona; personas que no comían manjares ni vestían sedas y encajes.
Cada fiesta la Niña Eloísa esperaba con impertinente ansiedad la llegada del Capitán. Al verlo entrar y ser anunciado por los sirvientes, su cuerpo se tensaba al tiempo que la respiración agitada levantaba sus pechos redondos. Con sigilo se acercaba como un felino pronto a cazar a su presa, para luego rozar con su vestido las piernas del Capitán que con una sonrisa rebosante de sensualidad la saludaba.
Pero ese día junto a él una mujer fue presentada como su reciente esposa. La Niña Eloísa no se movió de su lado, el rubor ensombreció su cara redonda de niña mujer y de soslayo miró con descaro al Capitán. Él giró sobre sus pies y ofreciendo su mano larga y viril la invitó al primer vals.
Los primeros pasos de Eloísa fueron torpes y la rigidez en los brazos no permitía el movimiento fluido que el vals requería. Tenía los ojos colmados de lágrimas contenidas que con fuerza sostuvo en las cuencas enrojecidas e impidió que se derramaran. Con descaro, no dejó de mirar al Capitán, a su Capitán que tanto amaba. No tenía memoria del momento en que él había secuestrado su corazón. Siempre lo había amado y en su alma atesoraba el amor más puro que una jovencita puede sentir.
Él era un hombre mayor que ella, pero nada le importaba siempre que pudiera albergar la esperanza de un casamiento futuro. Deseos que caían en un abismo al momento en que esa mujer apareció a su lado como su flamante esposa.
No obstante ambos se miraron, hablaron con los pensamientos, sentían las pulsaciones de sus cuerpos. Un diálogo mudo, un entendimiento implícito, un deseo compartido y la complicidad del silencio.
Ese día el baile finalizó, pero tantos otros acontecieron a través de los años.
En cada celebración el primer baile era con el Capitán. Y la comunicación fue a través del movimiento, de la danza. Lograr la perfección en el baile significaba la perfecta comprensión entre ambos. Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, el instante exacto de la próxima vuelta. Y esa sincronización y comprensión era amor, su amor.
Pasaron muchos años, y las celebraciones en la familia continuaban a pesar de lo que en el mundo pudiera ocurrir. Y ya anciano el Capitán y convertida en mujer Eloísa bailaban en silencio y con la misma perfección de antaño.
Nunca intercambiaron palabras, ni reproches, ni declaraciones de amor o de pasión. Nunca. El silencio fue su aliado, y gracias a este estuvieron juntos y se veían con frecuencia. Sus miradas habían hablado durante cuarenta años, sus manos quedaban húmedas por la presión y respirando el aliento del otro. Sus almas estuvieron en comunión siempre.
La perfección del baile, el movimiento del cuerpo, la respiración agitada en cada giro, las miradas cargadas de emociones y el silencio. La música marcó el ritmo de la vida, porque la música es la voz del alma.
Claudia Lamata
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