El cuarto silencio - relato

 

 

 


 

El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.

La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.

Vestida con gasa negra la implacable dama se presentó en el umbral con distinción. Etérea, casi inofensiva. Con mirada oscura semejante a la suya lo inmovilizó, lo conmovió y lo fascinó. Avanzó con pasos que solo el aire puede sostener. Lo rodeó y envolvió con sus velos y deseó poseerlo.

El hombre de pelo rojo se entregó a ella así como lo había hecho en un pasado, en el primer silencio, pero había sido solo un breve secuestro; ella lo había ido a buscar. Lo había colmado de goces, suspiros y eternos placeres, con la luna de testigo. Despojándose de su negro atuendo le había enseñado la magia del placer en su desnudez perfecta y lozana. Él conoció el deleite de una felicidad eterna, pero no partió con ella. Aún muchas cosas tenía que hacer y logros que obtener. En cambio en el tercer silencio ya no había más batallas que ganar.

Su hálito penetró en la boca del hombre y llegó al alma que aguardaba sus caricias. Mucho tiempo había pasado desde aquel primer silencio; el dolor había dejado huellas en el espíritu de fuego y el cansancio había quebrado el alma.

Él apoyó la cabeza sobre los pechos de mármol y cerró los ojos. El recuerdo del infinito goce lo invistió. La felicidad de la liberación lo sedujo, como lo había hecho en el pasado. Se entregó. Aceptó irse con ella para siempre. En su mente jugaban el deseo y la libertad. Las noches de luna llena nadando en el mar y después cobijarse en la larga cabellera que ella volcaba sobre su cuerpo en forma de cascada.

Salieron juntos de la posada y con lentitud el hombre de pelo rojo acarició con su mirada aquel lugar por última vez. Con el cuidado propio del cariño cerró la vieja puerta de madera.

La noche se presentó como una gran boca negra y sintió temor porque nada veía. La gélida y delicada mano lo arrastró y en instantes, sin siquiera pensarlo, yacían desnudos uno junto al otro. Una cálida luz de oro los iluminaba. En lo alto la luna, siempre observando y el calor del amor eterno naciendo en su alma. El cuarto silencio se presentó

 

Claudia Lamata

 

 

 

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