El Legado - relato
Los ojos le ardían por leer la caligrafía antigua iluminada apenas por la luz de la linterna.
Nerviosamente interrumpía la lectura al escuchar el viento golpear en los cristales, el crispante follaje de los árboles o el maullido de alguna gata en celo. Se acurrucó aún más en el rincón detrás de la puerta y con apretada obsesión continuó con el segundo párrafo:
“Muy por el contrario de lo que algunos piensan la tierra tiene vida en su corazón, late, respira. Existe un mundo dentro de otro, un mundo que solo es para algunos”.
Respiró profundamente, asintiendo con un movimiento de la cabeza, como si dialogara con el libro. Erwin había esperado leer esa frase durante años.
Desde niño su abuelo le relataba cuentos sobre mundos subterráneos. Narraciones que sus padres decían: “Son invenciones del abuelo” Pero Erwin conocía al anciano más que nadie. Abuelo y nieto compartían la misma energía; existían códigos entre ellos que los demás desconocían y los que sabían ocultar ante la mirada curiosa de los padres y hermanos de Erwin.
Cuando llegó a la adolescencia, abuelo lo inició en la alquimia y le confesó la existencia de un libro que contenía casi todas las respuestas de la vida y de la muerte. Pero, le aconsejó que solo fuera por este cuando fuera un científico declarado ante el mundo.
En un sobre lacrado dormía la ubicación del libro que sería revelado a Erwin cuando estuviera preparado para leerlo.
Erwin estudió física, química, astronomía y cuando obtuvo la última licenciatura fue en busca del sobre, lo abrió con desesperación y cuidado. Extendió el papel sobre el escritorio y un quejido se escapó de su boca: el libro yacía protegido debajo de los brazos cruzados de su abuelo, en su tumba.
Aunque ya era el atardecer corrió al cementerio, rompió la cerradura de la bóveda familiar y con una ganzúa abrió el ataúd de su querido abuelo. Mientras apartaba los restos de polvo, antaño el cuerpo del anciano, destrabó con un movimiento brusco los huesos de aquellos queridos brazos que tan amorosamente lo habían acunado, levantado y abrazado.
Apretó el enorme y antiguo libro en su pecho como si fuera parte de su alma al tiempo que lo miraba con excitación.
Antes de cerrar el ataúd recorrió con ojos llorosos, colmados de gratitud el cuerpo deshecho de ese gran hombre. Sin demora dejó todo en su lugar y salió de la bóveda.
Sucio, cansado y conmocionado llegó al laboratorio de su casa. Pero no encendió las luces, se acomodó en el rincón iluminado solamente por su linterna. Temía que alguien lo hubiera visto, especialmente Frederick, su hermano mayor.
Entre ellos existía una silenciosa y sutil rivalidad, nunca expresada ni sincerada.
Frederick era médico patólogo, ciertamente rígido y riguroso, aunque muy talentoso. Gozaba de un gran prestigio en la sociedad, pero existía en él cierto inconformismo que no le permitía ser feliz.
Frotándose los ojos siguió devorando con ansiedad el párrafo:
“Una sociedad maravillosa habita el corazón de la tierra, desbordante de sabiduría y del conocimiento de las culturas más antiguas. Civilizaciones que existían antes, antes, mucho antes de las glaciaciones. Y allí se resguardaron de todos los cambios y aún permanecen…”
Las lágrimas recorrían las mejillas de Erwin plenas de emoción cuando un destelló de luces lo sacudió y le arrebató ese momento milagroso. El laboratorio estaba encendido y su hermano, Federick, frente a él. Los brazos colgando a los costados del cuerpo y la rigidez de su rostro pesaron como toneladas sobre Erwin.
Luego, con pretendida decisión en la voz, atacó:
— ¿Así que deseas ahora convertirte en un mago?
—Sí —contestó Erwin sin vacilar.
—Una especie de aprendiz de brujo, ¿eh?
—Ciertamente.
Hubo tanta quietud que podía oírse el tictac de un reloj en la habitación contigua.
Frederick agregó después:
—Esto significa que abandonas toda relación con la ciencia seria y, por tanto, toda relación conmigo.
—Espero que no sea así —contestó Erwin—. Pero si no hay otro remedio, ¿qué puedo hacer?
—Muéstrame ese fetiche —ordenó Frederick.
—No es para ti y lo sabes —se puso de pie abrazando al libro con sus brazos— .Nunca has sido feliz por este fetiche, ¿no es así?
— ¿Qué sabes tú?, solo eras un niño cuando yo ya estudiaba ciencias —gritó con furia.
—Nunca respetaste al abuelo ni siquiera lo quisiste, ¿cómo pretendes su legado? Porque es este legado, el que descansa en mis brazos lo que te inquieta. Te fastidio pero sé que me amas hermano —respondió con serenidad— .Recapacita, comparte conmigo este tesoro.
—Te lo quitaré porque eso que tanto adoras es una afrenta para la ciencia —dijo queriendo arrebatarle el libro.
Erwin corrió hacia un lado esquivándolo, lucharon y forcejearon, cayendo sobre la mesa. Tubos de ensayos e instrumental químico rodó por el lugar. Frederick ardía de celo e ira golpeando a Erwin en el cuerpo para liberar al libro, pero no lo logró.
Una lengua de fuego se expandió por el laboratorio, la combustión de los líquidos alimentaban las llamas que con rapidez comían la madera.
Erwin trastabilló cayendo sobre el libro y sin desearlo frenó con los pies los de su hermano que perdiendo el equilibrio golpeó la cabeza con el alfeizar de la ventana.
Erwin escondió la cara detrás del libro y se adelantó: el humo era oscuro y denso, gritó el nombre de su hermano pero no escuchó su voz. Salió del laboratorio y tiró al libro hacia un lado para resguardarlo, arrancó una cortina de tela del entrepiso, se envolvió y entró nuevamente llamando a Frederick. El fuego era indomable, era furia, quemaba, ardía tanto como el celo de Frederick había quemado su alma.
Impotente, volvió a salir.
Días después el cuerpo calcinado de Frederick se hallaba junto al de su abuelo en la bóveda. Ambos juntos. Con una triste sonrisa en los labios Erwin imaginó a Frederick escuchando los relatos del anciano, uno sentado junto al otro, viviendo lo que en vida no pudieron disfrutar por celos y resentimientos. En su corazón Erwin veía a Frederick sonreír y mirar con fascinación al sabio que ahora acariciaba su cabeza.
Un auto lo esperaba para llevarlo al aeropuerto. Tenía un destino al cual llegaría siguiendo la ruta marcada en el libro. El legado de su abuelo.
Claudia Lamata
Excelente!!
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