La ceguera - relato
De su mano pendía un ramo de flores que había comprado en un puesto de la calle; de pie, rígida, sosteniendo la mirada hacia adelante, en un punto fijo, cualquiera. No tenía que sentir, no era necesario. Bastaba con aparentar.
Una inesperada brisa rozó sus mejillas y la alteró; no estaba previsto que ocurriera, tenía que mostrar una imagen serena. Se arrodilló y con nerviosismo colocó el ramo en el jarrón de vidrio.
Las nubes cubrieron el cielo y el viento soplaba con fuerza, en una complicidad irritante para Sara. Las flores se movían en el florero con agua sucia y algunos pétalos escaparon de las dañadas corolas.
Había personas a su alrededor, se arrodillaban, caminaban, lloraban, susurraban el dolor de la pérdida consolándose entre ellas. Sara estaba sola, frente a la fría lápida gris y nadie la animaba; no tenían que hacerlo, porque no necesitaba gimoteos y abrazos pegajosos de fastidiosa sensiblería.
Juntó las manos fingiendo rezar, necesitaba unos instantes para que la vieran, que notaran su presencia. Siempre alguien veía o escuchaba de más: los buitres del cementerio, la carroña.
Pasó su mano por la cara fingiendo limpiar sus lágrimas y descargó el peso del cuerpo en el otro pie. Era una letanía con la que deseaba terminar y aún no podía, solo había pasado un mes desde la muerte de su hermana, ahí sepultada, frente a ella. Treinta días que parecían treinta años. Aún sentía el olor de su piel en la suya. La saliva que había escupido antes de morir cuando ella apretaba su cuello con fuerza. Los músculos aplastados y el tacto de la tráquea. Guardaba memoria de cada hueso que apretó con morboso placer hasta quebrarla. Y el regodeo posterior, un macabro orgasmo, el deleite de terminar con un problema para siempre, el goce siniestro de sentir poder para quitar la vida. Después el sabor de la sangre que salpicó en su rostro cuando el hacha separó la cabeza del cuerpo.
Desde ese momento había actuado, borrando huellas, alterando el tiempo y fingiendo un dolor extremo. La pena que una religiosa, una monja, puede sentir por su hermana asesinada. "Había salido del convento para la visita mensual y al llegar la encontró decapitada, con sangre en su cuerpo, en el piso… un horror.”
Ajustó el abrigo negro que llevaba sobre el hábito y entre sus dedos quedó pegada una tarjeta, la que el detective Roger le había dado después que la policía había retirado el cuerpo fraccionado de su hermana. Recordó que le habló con ternura y le ofreció un pañuelo.
Volvería en algún momento para investigar e indagar sobre la vida de su hermana. Lo recibiría, así se lo había prometido. Como siempre, Sara cumplía con lo acordado.
Volvió a guardar la tarjeta en un bolsillo interior y caminó por el sendero principal que llegaba a la salida del cementerio. El viento trajo una copiosa llovizna que caía sobre las lápidas dejándolas brillantes como si un barniz celestial hubiera sido derramado. El césped mojado recuperó el verde intenso, el canto apagado de los pájaros anunciaba la llegada de la tormenta y un brazo detuvo su marcha apresurada. Una mano grande y firme le impidió avanzar sosteniéndola desde atrás.
—Hermana Sara —dijo el detective Roger— debe acompañarme al Departamento de Policía —agregó.
—Detective… estaba pensando en usted hace solo unos instantes —comentó sorprendida sin bajar la mirada.
La lluvia era intensa, el velo se le había pegado a su cabeza y no podía ver con claridad.
—Su hermana no está muerta, Lilian vive, hubo una equivocación, asesinaron a otra persona en su lugar —gritó el detective bajo la cortina de agua— . Por favor, acompáñeme, Lilian desea verla.
—¿Cómo supo dónde encontrarme? —le preguntó entrando al auto disimulando el temor que sentía.
—Respóndame usted esa pregunta, hermana.
—No lo comprendo —su voz sonó alterada.
—El asesino nunca puede separarse de su víctima —dijo el detective con una media sonrisa y con habilidad la esposó—. Hermana Sara Osborne, queda detenida por el asesinato de Perla Cartier. Tiene derecho a guardar silencio y todo lo que diga…
Sara no lo escuchaba. Aún conservaba la imagen de la cabeza seccionada del cuerpo de Lilian en su retina, la sangre en sus manos y el odio, el odio que le impedía ver.
Claudia Lamata
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