Encuentro secreto

 

 

 

 

 


Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Solo
arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François solo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.

––François ––escuchó su nombre proveniente de una voz suave y apagada ––Estoy detrás de ti

––Pensé, pensé que no llegarías nunca dijo a la vez que giraba sobre sus talones. Acércate, Camille, quiero verte bien, demoraste más de lo acostumbrado ––extendió los brazos y fijó su vieja y clara mirada en la penumbra.

––No soy Camille, no soy tu inocente y frágil Camille ––La joven se acercó con paso lento y tomándose el tiempo para observar al hombre que tenía en frente. Un anciano de manos largas con piel arrugada y voz quebrada–. Soy Sylvie, la hija de Camille, tu hija.

––¿De qué hablas?, no estoy de broma ––replicó François desviando la mirada y buscando a Camille––. ¿Quién eres tú?, vamos responde ––gritó el anciano tratando de mantener el equilibrio en el suelo irregular.

––Soy tu hija ––hizo una pausa moviendo la cabeza nerviosamente  ––Vine en lugar de Camille––. Caminó unos pasos y encendió un cigarrillo.

–¿Por qué no vino Camille? –el viejo miró a la joven rubia detrás de la nube de humo blanquecino; Camille nunca había faltado a una cita en treinta años. Lo habían hecho siempre–– .

––Camille ha muerto, lo siento ––dijo fríamente––. Me pregunto si se lo dirás a tu esposa, a tus otros hijos.

––No puede ser, estás mintiendo, no sé quién eres ––gritó François doblando su cuerpo hacia delante. Cayó al suelo apoyando las manos en la tierra y vencido lloró amargamente–. No tuve ningún hijo con Camille, ella me lo hubiera dicho. Ella me contaba todo, nunca hubo secretos entre nosotros –gimió François.

–Entonces, he aquí el secreto viviente de mi madre y de ti –Sylvie rio con fuerza. Una carcajada que bien podría haber sido un grito de lamento o de dolor–. Vaya pareja la vuestra, que par de hipócritas. Veinticinco años desde mi nacimiento han transcurrido. Un día gris y frío, según contaba mi madre. Pariendo acompañada solamente por la comadrona –Se agachó imitando la postura de François y con el dedo levantó el mentón rugoso y mojado. ––Sí, parió esta mujer que tienes frente a ti y nunca te dijo nada por miedo a perderte.

–No lo sabía, ella… ––empezó a decir François y se interrumpió por el llanto.  

–¿Sabes?, tu eres un egoísta por no haber luchado por Camille, por el mal llamado amor de tu vida, pero tenías un lastre sobre tus espaldas, tu apellido y tu aristocrática familia. También tu cobardía, ingrediente importante –se sentó abrazando las piernas con los brazos ––Pero ella, solo me tenía a mí, sin embargo antepuso tu amor a mi existencia. No, no, mi madre no puede ser perdonada.

––No hables así de ella, era un ángel. Si nada me dijo seguramente fue por protegerte. No debes culparla, no ensucies su nombre ––afirmó y con dificultad se sentó junto a Sylvie.

––Eres bella ––continuó observándola con detenimiento ––Te pareces mucho a ella.

––Eso dicen ––confirmó ––Me voy, ya cumplí con la promesa que le hice a Camille, vine a comunicarte su muerte ––Se puso de pie y sacudió las hojas muertas de su ropa.

–Espera, espera, no te vayas aún, deja que te conozca. Podemos vernos aquí mismo. Con ansias aguardaría cada mes, como lo hacía con tu madre... podría ayudarte. ¿Qué necesitas? Dinero, puedo darte todo el que quieras, dime, dime. Eres tan bella, tu piel es tan blanca, casi transparente; tu figura es igual a la de tu madre. Te vestiría con los más bellos trajes. Te lo suplico –sollozó François.

––No necesito nada de ti, padre ––Sylvie rio con sarcasmo y agitó sus manos. ––Tengo un padre de un día, de acuerdo a lo que expresas, como si hubiera nacido ayer.

––No quiero perder el amor de tu madre y tú la llevas en la sangre. Verte a ti es verla a ella  ––suplicó con el rostro mojado por las lágrimas.

––Es a ella a quien quieres, no a mí. Y si tanto me valoras, pues intégrame a tu familia, así conozco a mis hermanastros ––dijo desafiante Sylvie.

––No podría hacerlo, mataría a mi esposa y perdería el respeto de mis hijos ––dijo François con firmeza.

––Pues entonces pierdes el mío. Adiós, François, que Dios te ayude, si puede ––lo saludó con la mano mientras bajaba por la ladera.

 Su figura alta y delgada se iluminó por los rayos de la luna. Por última vez se volvió y vio al viejo François de pie mirándola. Un dolor profundo sintió en su vientre y luego el esperado movimiento.

––Pequeño François, ese era tu abuelo al que nunca volverás a ver ––habló a su vientre en voz muy baja y con lágrimas en los ojos. 

 

 Claudia Lamata

 

 

 


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