Laberinto - Relato

 

 

 


 


Las gotas de lluvia mojaban sus hombros y marcaban el ritmo de sus pasos en la vereda.

Había salido de su casa sin abrigo, sin paraguas. Un vestido liviano de algodón era su única protección bajo la lluvia de otoño. Cruzó la avenida sorteando los autos con vehemencia, saltó charcos de agua y hasta se calló en medio de la calle al tropezar con una baldosa. A pesar del dolor en la rodilla manchada de sangre continuó su loca carrera hacia un destino que no imaginaba. Pero tenía que estar, la nota así lo decía… la nota, la nota, gritó mientras empujaba a un hombre gordo con paraguas, el que le propinó varios calificativos subidos de tono que ella nunca escuchó. Mientras trotaba por el parque se palpó el vestido, que a esas alturas chorreaba agua, buscando la bendita nota en algún bolsillo inexistente.

Llegó al lugar indicado: el laberinto del parque.

Con desconfianza miró hacia ambos lados y entró. Caminó bordeando las paredes cubiertas de hojas sin dejar de mirar nerviosamente hacia atrás. Pensaba en la nota, en el apuro y en la sorpresa. Habían pasado dos meses desde la última carta en la que él le decía que estaba haciendo lo posible para ir a su encuentro. Y luego, nada, la espera interminable, la cruel ansiedad al ver al cartero, pobre hombre al que acosaba y hasta había insultado, amedrentado y amenazado porque no le traía una carta para ella. Pero ese día había llegado la nota, un simple papel deslizado bajo la puerta.

Tenía los pies llenos de barro y sentía frío. Se preguntó hasta cuándo seguiría con ese extraño vínculo con ese extraño hombre, comunicándose de esa extraña forma. ¿Acaso no existían los mails, internet, Facebook? Era consciente de su irresponsabilidad ¿Qué le atraía de esas notas, cartas y avisos? No lo sabía, aunque desde el primer mensaje que tuvo en las manos sintió que su alma brincaba.

Siguió el interminable camino del laberinto, mojada, enojada, lastimada y avergonzada, pero continuó, después de todo ya estaba ahí. Llegó al centro y esperó sentada en un banco de mármol. Parecía que la lluvia mermaba, las gotas no la pellizcaban, solo molestaban. El silencio la envolvió, estaba sola, muy sola y triste porque nadie la esperaba.

En un juego de luces y sombras se había convertido el laberinto, a esa hora del atardecer, bajo un arco iris incipiente. No había claridad, pero tampoco oscuridad. De algunos extremos asomaban movimientos, de otros ruidos singulares.

Clarisa se levantó miró a su alrededor y con lágrimas en los ojos decidió no esperar más y retomar el camino hacia la entrada. Pero no pudo, cuando quiso salir se dio cuenta que el laberinto la había atrapado. Intentaba atravesar las ligustrinas y las ramas se lo impedían. Estaba encerrada, en el centro del maldito laberinto. Así lo pensó y lo expresó tratando inútilmente de romper las ramas. Todo era ridículo, ella en primer lugar. Gritó con enojo contra ella misma hasta que el agotamiento la secuestró y en forma de ovillo se acurrucó en el piso. Cerró los ojos por unos minutos al tiempo que pensaba lo desdichada que era y el miedo que ya empezaba a sentir.

Cuando los abrió vio que venía hacia ella una pelota de cuero que no pudo detener y le pegó en la frente. Un niño pequeño la agarró entre sus bracitos y se la llevó a una mujer que estaba sentada en el banco de mármol. Pero era de día y no había rastros de lluvia, ni barro. Solo ella estaba sucia. Llegaban personas riendo, otras cansadas o mareadas por las vueltas que habían dado.

Se puso de pie con cierto pudor y trató de arreglarse el cabello húmedo. El sol era fuerte y el calor había empezado a secar el vestido. Encontró una pequeña fuente con agua y lavó la herida de su pierna. Algo era extraño, pero su mente aturdida no le permitía entender qué era. Hasta que la capelina de una jovencita hizo que observara al resto de la gente que llegaba y se iba y se movía en el centro del laberinto. Calculó al voleo y entendió que en los años treinta la gente se vestía de esa forma.

Se había vuelto loca o estaba soñando. Tenía que salir de ahí, pensó con desesperación, quizás todo eso era parte de un grupo de actores itinerantes, que estaban montando uno de esos espectáculos callejeros. Se abrió paso con lentitud para no llamar la atención cuando notó que un joven la miraba sonriente. Vestía un traje claro, con un clavel en la solapa y tenía el sombrero en la mano. Se acercó a ella y le ofreció el brazo para ayudarla a salir de un nudo de críos que echados en el piso jugaban a la pelea.

Se dejó llevar y salieron del laberinto. Lo observó con discreción, tenía el pelo engominado, usaba bigotes y su piel blanca contrastaba con un par de ojos negros de mirada profunda.

—Llevas mucho tiempo esperando —le preguntó él con voz grave, aunque divertida.

—No, recién llegaba —le respondió Clarisa mirándolo de reojo.

—Lo siento, tuve una emergencia ¿Dónde te gustaría ir?  —agregó deteniéndose en el camino— tenemos poco tiempo —agregó.

—¿Quién eres, ¿cuál es tu nombre, de dónde me conoces, y por qué vas así vestido? —gritó Clarisa.

—Soy el hombre con quien te vas a casar. Te has ido, me dejaste sin previo aviso, pero pude encontrarte —respondió con firmeza— Te escribí y me respondiste ¿no caíste en la cuenta que nunca llegaron mis cartas por correo?

—No, no… es cierto, no tenían estampillas ni referencia alguna —dijo Clarisa desconcertada— ¿de dónde diablos me las envías? —agregó con desenfado.

—Esa no es tu forma de expresarte, no me agrada… —se interrumpió

—Por lo que me importa… ¿Cuál es tu nombre? —inquirió Clarisa.

—Ernesto y soy tu prometido. Estamos en 1925 y tú te marchaste sin dar explicaciones —retrucó con enojo.

—¿Y cómo se supone que me has encontrado señor del pasado? —preguntó descreída.

—Porque es lo que estudio y lo que a ti también te importa y mucho —aclaró Ernesto con timidez.

—¿De qué hablas? —preguntó Clarisa retrocediendo unos pasos.

—Quizás el profesor Albert Einstein te recuerde algún acontecimiento —agregó.

—Einstein fue un físico, un genio…un… —Se tapó la boca con las manos para no gritar.

—Lo estás recordando. Einstein no fue un físico, lo es ahora, en este momento y en este lugar. Tú, aceptaste un experimento sin consultarme y te fuiste en el tiempo. Pero logramos hacerte volver —explicó Ernesto con calma— al menos por unos momentos.

—Entonces, no vuelvo a mi tiempo, al que era mi tiempo, bueno, al que no era mi tiempo pero yo creía que lo era y entonces me quedo en este tiempo. Por favor, Ernesto ayúdame —suplicó Clarisa.

—Tú no te quedas en 1925, debes volver —explicó Ernesto con tristeza.

—¿Y tú?

—Iré a tu encuentro y veré la forma de quedarme en el futuro como tú lo has hecho. No lo recuerdas, pero lo sabes —dijo Ernesto con lágrimas en los ojos— Ahora debes volver.

—Pero ¿cuándo te veré? —dijo Clarisa sollozando.

—Pronto, pero cuando nos encontremos nuevamente deberás ayudarme a recordar ¿comprendes? —dijo emocionado y la apretó fuertemente contra su pecho— vete, vete, que se acaba el tiempo, hazlo por favor, corre hacia el centro del laberinto —dijo apartándola de su lado con determinación.

Clarisa corrió, tropezando con la gente. De pronto lo recordó todo. Su amor por Ernesto, su estudio sobre la física, la amistad con el profesor Einstein la dulzura y persuasión que el físico había volcado sobre ella. El respeto y admiración que ella sentía por él y por su trabajo; y también el sacrificio al que se había sometido por la ciencia. Abandonar su presente para explorar un futuro.

Llegó sin aliento al centro del laberinto al tiempo que el cielo se oscurecía, dando lugar a una tormenta eléctrica. Se acurrucó en un rincón llorando hasta que el sueño la capturó.

Las gotas de lluvia mojaban su impermeable y marcaban el ritmo de sus pasos en la vereda. Pasos serenos, pasos confiados y seguros. Clarisa llevaba una nota en la mano que mencionaba el lugar de encuentro: el laberinto del parque.

 

 Claudia Lamata

 

 

 

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